—Disculpe, señorita, ¿me permite esta pieza?
—Sus disculpas quedan aceptadas, pero me parece que antes habría
que aclarar a qué tipo de pieza se está refiriendo usted.
—No le entiendo.
—Es bastante simple si lo analiza detenidamente. Al no haber contexto
en este —valga la cacofonía— texto, la palabra “pieza” no tiene
un significado definido. Por ejemplo, si estuviéramos en una panadería,
podría ser que yo fuera la vendedora y usted me estuviera pidiendo una
hogaza de pan. Otra cosa muy distinta sería si estuviéramos en una
práctica en la facultad de odontología, donde “pieza” se referiría inequívocamente
a un diente. Y otra totalmente diferente si la facultad fuera
la de arquitectura. En ese caso podría darse la situación de que fuéramos
compañeros de estudios trazando el plano de una casa y usted me
estuviera pidiendo permiso para dibujar una habitación en particular. Y
ni hablar de un taller de relojería, o cualquier otro ámbito en donde se
manipulen cualquier tipo de piezas.
—Bueno, claro, no deja de ser cierto lo que usted dice, pero si yo
le digo “Disculpe, señorita, ¿me permite esta pieza?”, lo más simple de
inferir es que usted y yo estamos en un baile, y yo le estoy proponiendo
que compartamos un breve ritual de danza.
—Yo no estoy en ningún baile: quien está en problemas es usted.
A tal punto, que ni siquiera está claro si usted es hombre o mujer.
—¿Cómo se atreve a poner en duda mi hombría?
—No fui yo, sino el autor. Si relee el texto detenidamente, se dará
cuenta de que en ningún momento se manifiesta explícitamente que
usted sea un espécimen del sexo masculino. Incluso puede que ni siquiera
sea una persona.
—¿Y usted? ¡Ja! No me va a decir que es obvio que no podría ser
otra cosa que una mujer tan sólo por la minuciosidad de su análisis…
—No sea machista, ¿quiere? El asunto es muchísimo más simple…
usted mismo me dijo “señorita”, y esa fue ni más ni menos que la segunda
palabra que pronunció. Está bien que un caballero no debe tener
memoria, aunque en su caso más que virtud eso es picardía…
—¿Sabe qué? Usted es muy complicada, pero no sé por qué me cae
muy bien.
—Sí, usted también me resulta simpático.
—¡Dijo “simpático”! ¡Entonces ya no quedan dudas de que soy un
hombre!
—Sí. Y si prestara un poco más de atención se podría haber dado
cuenta de que antes de eso le dije “caballero”. Así que puede darse por
masculinizado. No caben dudas de que usted es un hombre. Y bastante
apuesto, por cierto.
—¿Eso quiere decir que le gusto?
—Sí, y casi le diría que me estoy empezando a enamorar de usted.
—¿Empezando? ¿Es que se puede trazar una línea de progreso en el
amor? ¿Es que hay una escala que tabule la intensidad de las relaciones
humanas?
—¡Por supuesto! Usted me gusta 6,45 en la Escala de Tellado.
—La supuse un poco más culta.
—Que use la escala no significa que Corín Tellado sea mi fuente de
instrucción. Es más, no recibo instrucciones de nadie. Es importante
que lo sepa desde el principio. No me gusta esconder.
—Con eso que me acaba de decir, estoy en condiciones de transmitirle
que, aunque pueda resultar apresurado, la amo.
—¿Cuánto?
—Mucho.
—“Mucho” es un concepto totalmente relativo y por ende inespecífico.
Sírvase expresarlo en una noción un tanto más objetiva para una
correcta apreciación, como por ejemplo la Escala de Migré.
—Déjese de boberías y deme un beso.
—No quiero. ¿Es acaso suficiente el hecho de que yo le haya manifestado
un incipiente amor como para que pasemos al intercambio de
secreción salival? A fin de cuentas, mi madre tenía razón al advertirme
que una gran proporción del universo total de hombres tiene patrones
de conducta muy similares en lo que a los impulsos instintivos se refiere…
—¿Sabe qué pasa? Ya lo dice el refrán juvenil: “El amor sin un beso
es como los fideos sin queso”.
—Disculpe, ¿pero qué clase de analogía guarda el amor con los
fideos así como un beso con el queso parmesano o en su defecto reggianito?
Me parece que se trata tan sólo de una relación formal, dada por
la rima. Es como si yo dijera: “Amor sin un beso es como una cárcel
sin un preso”.
—Cierra bastante más, incluso. Y claro, si no cierra, se le escapa el
preso… si me disculpa la humorada.
—Me complazco en informarle que acaba de subir 15 centésimos
en la Escala de Banana Pueyrredón. Un hombre con humor es algo que
nunca deja de caerme bien.
—Si le caí bien debe haber sido porque alguien dejó tirada la cáscara
de Banana Pueyrredón.
—Ese chiste no alcanzó el estándar del previo, pero haré caso omiso.
Queda usted advertido.
—De todas formas, retomando el tema previo, yo necesito una
prueba de amor por parte suya.
—¿Qué clase de prueba es esa? ¿Acaso hay pruebas diferentes según
la clase de amor? ¿El amor filial es tema uno y el amor marital es
tema dos? Y aunque pueda medirse, ¿acaso el amor se puede calificar?
Y le digo más, tratándose del amor, ¿la prueba sólo puede considerarse
con sus objetivos temáticos cumplidos cuando existe la copia entre dos
estudiantes?
—Es una excelente apreciación, la suya, señorita… señorita… Disculpe,
no sé su nombre, por lo que si no le resulta muy atrevido, para
poder referirme a usted con propiedad, me gustaría saber cuál es su
gracia.
—Podría decirle que mi gracia es ir dejándoles por ahí tiradas cáscaras
de Banana Pueyrredón a los hombres que me cortejan, pero el
humor no se le está permitido en esta sociedad machista a una señorita
sofisticada como yo.
—Entonces, y haciendo uso del machismo que me confiere la sociedad,
le propongo que cesemos en los prolegómenos, y pasemos a la
pieza.
—¿A qué pieza se refiere usted exactamente?
—A la del telo, señorita.
—Ay, qué lástima… yo quería demostrarle mis grandes habilidades
como danzarina.
—¿Qué? ¿Baila?
—No, entra justo.