jueves, 25 de marzo de 2010

Vida de perros

“Dicen que ‘el perro es el mejor amigo del hombre’. Y yo agrego que, si ese perro es la principal fuente de ingresos de una empresa, debemos hacerle caso a la sintáctica y no olvidar que el perro es el sujeto de la frase, situándolo en un lugar de predominancia por sobre el hombre...”

Ni bien Figueroa, el presidente de la compañía, terminó de pronunciar sus palabras –que, dichas de un tirón y casi sin respirar retumbaron en el auditorio amplificadas por los inmensos parlantes-, un silencio respetuoso invadió la sala. A los pocos segundos, la multitud de ejecutivos y vendedores que ocupaba las butacas mostró su gran impresión proclamando al unísono un “Guaaaaauuu”.

Luego de producirse esa manifestación esperada y casi mandatoria, Figueroa prosiguió: “Por eso les digo que nunca duden sobre lo acertado de nuestro camino. Todo lo que tenemos, más que a los dueños, se lo debemos a los perros. Si queda alguna duda sobre esto, recuerden lo que repitió hasta el cansancio el presidente de los Estados Unidos, el Sr. Barack Obama. Una frase que, más que un slogan de campaña, es una inequívoca muestra de apoyo a nuestras mascotas: “Yes we can”.” La frase quedó martillando repetidamente en el aire, gracias a la ayuda del sonidista que activó en el momento exacto el efecto de eco para que una y otra vez quedara repiqueteando la palabra “can”. Enseguida, un grupo de bailarinas ataviadas al mejor estilo Folies Bergère entró en escena arremetiendo, precisamente, con un can-can. Aunque la rutina se repetía en cada convención que se llevaba a cabo (dos veces al año, invariablemente) y no era un detalle muy sutil, nobleza obliga debo reconocer que era una estrategia que resultaba tremendamente efectiva: ante esa visión, los ejecutivos se quedaban como congelados, con las manos dispuestas como si estuvieran apoyándose sobre una pared cuya altura les llegaba apenas debajo de los hombros y mirando embobados con sus lenguas afuera al ritmo de un jadeo que iba al compás de la música. Digno de Pavlov y nada sutil, pero muy conceptual.

La verdad era que, a pesar del notable carisma de Figueroa y los seminarios repletos de obsecuentes fundamentalistas de la alimentación perruna, yo ya estaba hastiado. Para seguir con la coherencia impuesta fruto de tantos años de trabajo, lo que me pagaban sólo me alcanzaba para llevar una vida de perros.

Y ni hablar del maltrato al que estábamos sometidos. Discriminación pura. Hasta en el comedor de la empresa se notaba. No tanto porque estuviéramos obligados a comer alimento para perros cada vez que algún periodista se acercaba para hacer una nota (según Figueroa, “tenemos que ser consecuentes y mostrar que nuestro alimento es muy sano”) sino porque era un secreto a voces que, mientras a los empleados nos servían croquetas hechas con los sobrantes de la producción de “fórmula cachorros hiperactivos” los de la junta directiva comían Eukanuba premium. Sí, el importado de bolsa dorada, producto insignia de la competencia.

Si a esto le sumamos que eran demasiado vox populi los turbios y obscenos negociados que se venían haciendo desde hace años en connivencia con los proveedores (“mordidas” como descaradamente se las conocía en la jerga, las cuales permitieron que muchos se llenaran los bolsillos de una forma escandalosa), la situación se tornaba insostenible. La frustración se hacía sentir cada vez más, y yo ya había tomado la decisión de renunciar. No estaba dispuesto a seguir tolerando ni el maltrato ni el despilfarro de dinero en payasadas como las de la convención que, haciendo la cuenta en el aire, no había salido menos que dos años de mi sueldo.

Por eso, al día siguiente llegué a la empresa y, sin siquiera saludar, me encaminé directamente hacia el despacho del presidente y abrí la puerta de par en par. Si bien no soy tan ingenuo como para desconocer que los abusos de la dirigencia hacia los subordinados son moneda corriente en cualquier compañía, debo reconocer que nada en el mundo me hubiera preparado para aquello que mis ojos se empecinaban en hacerle entender a mi incredulidad: ahí estaban Figueroa y López, el nuevo gerente, con los pantalones por el piso. López, resignado, tenía la mirada perdida a través del ventanal que daba a Puerto Madero mientras Figueroa, entusiasta, le bombeaba la pierna. Tan sorprendido como yo, Figueroa intentó explicarme que eso no era lo que parecía sino que en el mundo canino era un procedimiento habitual para establecer relaciones de jerarquía y dominio. Sin embargo, entendía que “para ustedes” a veces es un concepto difícil de comprender, por lo que estaba dispuesto a recompensarme generosamente por mi discreción. Aunque la oferta era tentadora, habiendo registrado todo eso con la cámara de mi celular, evalué que en un juicio la recompensa podría ser más jugosa aún.

El juez coincidió conmigo y le dio veintiocho años de cárcel. Aunque Figueroa sabía que le correspondían sólo cuatro, no protestó. Nadie sabía mejor que él que un año de perros equivale a siete de humanos.